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Una manana de abril Luis Rohán se detuvo en Florida y Bartolomé Mitre. La noche anterior había vuelto a Buenos Aires, después de ano y medio de ausencia. Sentía así mayor el disgusto del aire maloliente, de la escoba matinal sacudiendo en las narices, del vaho pesadísimo de los sótanos de las confiterías. El bello día hacíale echar de menos su vida de allá. La manana era admirable, con una de esas temperaturas de otono que, sobrado frescas para una larga estación a la sombra, piden el sol durante dos cuadras nada más.
La angosta franja de cielo recuadrada en lo alto, evocábale la inmensidad de sus mananas de campo, sus tempranas recorridas de monte, donde no se oían ruidos sino roces, en el aire húmedo y picante de hongos y troncos carcomidos. De pronto sintióse cogido del brazo. -¡Hola, Rohán ! ¿De dónde diablos sale ? Hace más de ocho anos que no lo veo... Ocho, no ; cuatro o cinco, qué se yo... ¿De dónde sale ? Quien le detenía era un muchacho de antes, asombrosamente gordo y de frente estrechísima, al cual lo ligaba tanta amistad como la que tuviera con el cartero ; pero siendo el muchacho de carácter alegre, creíase obligado a apretarle el brazo, lleno de afectuosa sorpresa.