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El escritor, escribe; el autor, crea. Un juego a ser un dios mínimo, pequeño, insignificante comparado con el Autor prodigioso. O, tal vez, una manera de aproximarse a Él y tratar de comprenderlo. Si se logra una aproximación, por mínima que sea, se entiende el sentido de la existencia, el bien y el mal, el gozo y el sufrimiento, el conflicto y la paz, y las consecuencias de los actos y las omisiones.
Después de todo, habitamos un universo-idea; un cosmos que no está en ninguna parte, que no está rodeado por nada ni por arriba ni por abajo, ni por un lado ni por el otro otro, y en el que incluso el mismo tiempo es también una idea útil solamente para completar la creación. Habitamos una idea en la mente divina, en la mente del Autor prodigioso. O tal vez sea que la obra divina misma es un campo de pruebas para que los hombres demuestren su condición.« Y Dios creó este laberinto para saber quiénes son buenos y quiénes son malos, ¿no es así? », le plantea el autor mínimo a su maestro.
Y este le responde: « No, plumilla; Él ya lo sabe. Para que lo sepan los personajes, para que lo sepas tú ».